Editorial

¡Reconstituir la bandera leninista del internacionalismo proletario!

De consuelos, supersticiones y consejas

A finales del pasado mes de octubre, y antes de que una DANA arrasase con buena parte de la provincia de València (véase en las siguientes páginas: Un orden edificado sobre arena), las portadas oficiales y alternativas se colmaron con el caso Errejón, después de que este cretino parlamentario se viese forzado a dimitir de sus cargos al verse envuelto en un escándalo sexual, fundado en todo tipo de acusaciones contra su persona... o su personaje, según él mismo y su abogada. El imperialismo es la fase histórica de crisis y decadencia del modo de producción capitalista y el teatral género castizo de la comedia burguesa, infumable de por sí, no está libre del roedor paso del tiempo. Sin embargo, la burguesía se resiste a dejar de representar su farsa, para tragedia del proletariado y los pueblos oprimidos. Con todo, del caso Errejón pueden extraerse algunas cuestiones, pues su guion resume la poesía de la época, que parece advertirnos seriamente del final de la poesía. Y vaya por delante, para no erizar sensibilidades antes de tiempo, que para los comunistas Iñigo Errejón Galván es culpable de todos los cargos: no sólo es un oportunista confeso, sino que sus andanzas libertarias y nacional-populistas, en las instituciones y entre bastidores, han servido al apuntalamiento del Estado español, a la legitimación de la Unión Europea y al engrasado de la maquinaria militar de la OTAN ¿Qué más se necesita para dictar sentencia sobre un hombre y su clase?

La poesía o sentido de la época tiene que ver con la crisis general de la sociedad burguesa y su tendencia al corporativismo, con el dominio de la reacción en toda la línea y con el papel del reformismo en general y del feminismo en particular. Al feminismo contemporáneo corresponde el mérito de haber generalizado una tendencia que antaño concentraban de manera privilegiada el sindicato y el partido obrero liberal: el viejo partido reformista de masas conquistó, a través de su pacto con el Estado burgués, la representación corporativa de los intereses de la aristocracia obrera. Con ello se vinculaba el disfrute individual del derecho, no a una carta de ciudadanía universal (presupuesto general del Derecho burgués resultante de la liquidación del feudalismo), sino a la pertenencia a un colectivo particular dentro de la sociedad, a un órgano especial dentro del cuerpo del Estado capitalista. Esta subversión reaccionaria del derecho burgués-liberal vincula el ejercicio de los derechos a la identidad colectiva del individuo, siendo que el feminismo ha terminado de barrer con cualquier resquicio de universalidad que pudiera albergar incluso aquel tratamiento particular de clase, al arrebatar este privilegio de las manos callosas del aristócrata de cuello duro para compartirlo con todos los particularismos habidos y por haber. Como decimos, la incorporación del feminismo en el Derecho burgués (en estas fechas la burguesía celebra, lozana, los 20 años de la ley sobre violencia de género) privilegia la identidad colectiva del individuo, de modo que ante el sistema esa cualidad del sujeto es una prueba en sí misma y, según el caso, un cargo de culpabilidad: ya no se trata tanto de la capacidad de la acusación para demostrar la culpabilidad del individuo; se trata, sobre todo, de la pericia del acusado para demostrar que, a pesar de pertenecer a ese colectivo particular y cargar con esa identidad, no es culpable.

Por supuesto, esto no es exactamente nuevo en el código penal del Estado español: de toda la vida de dios, y sobre todo desde los tiempos de la Ley de Partidos, un supuesto acto de vandalismo en Ciudad Real, Badajoz o Salamanca equivale a un acto probado de terrorismo en Barakaldo, Hernani o Altsasu. Con aquella legislación en la mano y algo de ingeniería metafísica (creada colaborativamente entre el guardia civil, el periodista, el fiscal y el juez: el orden de factores no altera el producto) el acusado debía (y debe) demostrar que, a pesar de ser vasco, no es un terrorista. Pero este grado de fascistización estaba condicionado por la guerra abierta del Estado español contra el movimiento nacional independentista de Euskal Herria y su aplicación masiva estaba, más o menos, delimitada a la zona de guerra, no se aplicaba a escala de masas (sí entre la vanguardia) fuera de aquel territorio.

El sentido de la época, insistimos, es el de la tendencia al corporativismo y la generalización de los sujetos particulares y sus identidades, con su integración estructural en el orden burgués para el disfrute del derecho, para el ejercicio de la democracia y para el sometimiento a la dictadura de ese mismo orden. Y es un mérito feminista, insistimos nuevamente, haber normalizado el hecho de que salgan a la palestra nuevas identidades que, con toda naturalidad, pretenden juzgar los hechos priorizando el quién sobre el qué. Recuérdese cómo este último verano, fascistas y reaccionarios de todo pelaje se entusiasmaron ante la noticia del asesinato de un niño a manos de otro menor en un pueblo de Toledo. Los ultras pretendieron replicar la ola de pogromos racistas que sacudía Reino Unido en ese mismo momento y, con tal propósito, lanzaron el asqueroso bulo de que el homicida habría sido un inmigrante. Finalmente, en esa ocasión, los pogromos no se desarrollaron, pero el debate público viró en torno a eso, la identidad del agresor, su origen nacional y su religión. Y la respuesta del público se consumó en función de aquella. ¿Significa todo esto que el ascenso del discurso fascista sea un resultado directo e inmediato de la acción del feminismo? No, lo que significa es que hay un vínculo interno que enlaza mediata y objetivamente a las diferentes formas en que se expresa el corporativismo en la sociedad burguesa imperialista y que asocia en un todo histórico, más allá de voluntades particulares, al reformismo y al fascismo. Si la expresión fenoménica de esta tendencia tiene lugar como secuencia política inmediata, como sucesión de movimientos que se solapan directamente es, en todo caso, una derivada contingente a la lucha de clases.

El feminismo con vocación de clase no es ajeno a las consecuencias prácticas de su movimiento y no ha tardado en intentar desmarcarse de sus excesos, criticando los extremos más lacerantes del circo que el propio feminismo ha montado en torno a Errejón1: la denuncia anónima, la delación, es un arma de doble filo y sólo puede vigorizar el individualismo contra el asociacionismo; el punitivismo robustece el papel represor del Estado mientras no soluciona la violencia machista, que queda opacada; el feminismo ha terminado por convertirse en altavoz del conservadurismo sexual. No obstante, este feminismo crítico se cuida de extraer lecciones de fondo que vayan más allá y cuestionen sus presupuestos de partida. La crítica transcurre por los narcóticos canales de la relación externo-formal entre movimiento y Estado, siendo que el ciclo feminista se habría enfrentado a su apropiación institucional, es decir, que el movimiento fue desviado de su curso por una fuerza externa (la «nueva política») y encuadrado en el Estado, donde los Iglesias y los Errejón desfloraron su inocencia anti-sistémica. La solución positiva tras este ciclo de institucionalización... sorprende que no se le haya ocurrido antes a nadie: ¡volver a movilizarse en las calles y organizarse desde abajo!

Si hemos de hacer una transcripción al lenguaje popular que sea capaz de concentrar toda la ciencia política contenida en el pensamiento burgués-positivista, recurriremos a una vieja expresión: «el que no se consuela es porque no quiere». Y en aquella lectura crítica de las desventuras del ex de Podemos, ex de Más País, ex de Sumar... hay un doble consuelo burgués, específicamente feminista y genéricamente espontaneísta. La vertiente específicamente feminista se consuela olvidando que el individualismo es un correlato del corporativismo, que la mujer (omitida cualquier adjetivación clasista) está directamente representada en el Estado corporativizado desde el preciso momento en que se reconoce su identidad colectiva particular. De ese modo toda mediación política, toda asociación, se convierte en superflua e innecesaria. En tales condiciones, ¿por qué no va a realizar una mujer una denuncia individual directamente ante el Estado? Y en el plano público, ¿por qué no va a recurrir a la denuncia anónima, si es la otra identidad la que debe demostrar su no culpabilidad? Es más, la propia lógica del corporativismo, que en general es un estrechamiento de las libertades en el interior de la sociedad burguesa y la tendencia a limitar la democracia (entendida como derecho a la participación en los asuntos públicos), enajena a los miembros de los colectivos, sujetos, identidades, etc. de cualquier responsabilidad individual como ciudadano y consigo mismo: todos son irresponsables, todos son víctimas que lo mejor que pueden esperar en la vida es la paternal protección del Estado. Nada más condescendiente y anulador para con las mujeres que reducir su margen de decisión al «sólo sí es sí». Porque la respuesta presupone una pregunta y toda pregunta implica siempre una posición de clase y una manera de prefigurarse el funcionamiento de la sociedad, así como el papel que cada cual ocupa en ella. El ya no tan celebrado «sólo sí es sí» responde a la vieja pregunta de confesionario, sobre si en la noche de autos se procederá o no a cumplir con los votos matrimoniales. Eso es todo lo que ha avanzado el feminismo respecto a la familia burguesa y el papel que otorga a la mujer. Además, si «mujer» es una identidad que se sostiene por sí sola, sin referencia a las clases, el Estado capitalista debe sufrir la misma suerte: el feminismo hace de este órgano un aparato administrativo neutro y su violencia solamente existe para ajustar las relaciones entre las diferentes corporaciones particulares en que se divide el Estado mismo. En cuanto al conservadurismo sexual revivificado por el feminismo, las corporaciones y los Estados, no digamos los Estados corporativos, son celosos guardianes de sus propiedades. El feminismo, en vez de luchar por la abolición de la familia, ha pretendido su reforma, como si esa institución clasista fuese el resultado de un contrato entre individuos. En tales desvelos reformadores el feminismo ha penetrado tanto que ha logrado introducir sus ministerios bajo las sábanas del común: así, los misterios desvelados sobre los bajos de Errejón delimitan la sórdida y miserable cota a la que puede elevarse, en la época imperialista, una sociedad guiada por la reforma. La otra vertiente de este consuelo crítico-burgués reside en la profesión de fe espontaneísta. Común denominador de este modo de comprender la lucha de clases es la contraposición mecánica entre el movimiento de masas y el Estado. Sin embargo, ambos respectos representan el cúmulo de contradicciones del modo de producción capitalista, son la manifestación política de la tendencia a la disgregación y la concentración en que se mueve el capital permanentemente. Oponer uno de esos respectos al otro es un ejercicio de sofistería que no cancela el carácter objetivo de la dialéctica masas-Estado y que, de hecho, apuntala y mixtifica su reproducción, obstaculizando su superación subjetivo-revolucionaria.

Hemos hablado de un consuelo volitivo, burgués-positivista, en este criticismo feminista porque el positivismo se enfrenta a los fenómenos políticos desgajándolos del complejo múltiple en el que se insertan y les da pleno sentido, estirándolos hasta convertirlos en objetos absolutamente independientes, que no pueden ser contrastados históricamente. Para el positivismo el juicio de los hechos depende únicamente del sujeto que ha hipostasiado el fenómeno u objeto en cuestión. No atiende, ni necesita, ni permite, sino que excluye el contexto histórico material concreto, el marco general más amplio de las relaciones sociales, donde lo determinante son las clases. La política, entonces, no se construye desde elementos universales, sino desde la multitud de los particulares, cuya relación es casual, subjetiva y condicionada al interés inmediato de los sujetos. Por eso el movimiento feminista (y en particular el feminismo crítico, pseudo-izquierdoso) ni quiere ni puede extraer conclusiones universales sobre su convergencia con el Estado capitalista: ello le obligaría a cuestionarse sus fundamentos de clase. Por eso debe consolarse buscando, en los mismos términos que el revisionismo o el anarquismo respecto al movimiento obrero, una deturpación de su natural desarrollo (alguien a quien echar el muerto de sus fracasos... o sus éxitos excesivos) para soñar con que una reedición de su ciclo político, un volver a empezar desde abajo, tal vez esta vez sí, pueda cambiar un rumbo cuyos presupuestos materiales de fondo son de orden histórico.

Finalmente, no podemos analizar esta comedia burguesa sin recordar a nuestros viejos octubristas. Hace ya algunos años apareció un grupito (ni el primero ni el último) que pretendió pasar su revisionismo por el marxismo-leninismo de nuestro tiempo. Su caballo de batalla: el feminismo, las supuestas insuficiencias de partida del marxismo en la cuestión de la mujer durante el Ciclo de Octubre. El objeto de todos sus ataques: la línea proletaria para la emancipación de la mujer, su síntesis a modo de línea política en «El feminismo que viene»2. Su método crítico: la demagogia oportunista, la narrativa a base de chismorreos contra el proletariado comunista. El destino del grupito: sin más proyecto que la denuncia contra los comunistas (mercado saturado donde los haya), debió cerrar por auto-liquidación cuando el jefe de la banda murió políticamente al probar por accidente su propia cicuta. Que Errejón, portavoz parlamentario de la segunda fuerza del gobierno del Estado español («la cuarta economía de la UE»), haya seguido el mismo destino que nuestro sicofante octubrista (caída en desgracia por sobredosis policiaco-feminista), dice mucho de los vuelos gallináceos del reformismo de este país. Pero nos habla, también, de la posición que ocupa el oportunismo en la sociedad, desde su primer vocero institucional al último cantamañanas que deambula por las calles. Su papel estratégico como correa de transmisión de la burguesía en el movimiento obrero no es otro que mantener una «humanidad tambaleante en un vapor nacarado de supersticiones y consejas, demasiado ignorante para desarrollar sus propias fuerzas...».

America First

El coso ibérico es, desde hace demasiado tiempo, pródigo en enredos de situación, participados de los mismos intereses reaccionarios que, a base de girar sobre sí mismos, no hacen más que complicar los destinos de esta humanidad tambaleante. Por suerte para nuestra especie, el peso de la clase dominante española dibuja una parábola decreciente en la historia mundial y hoy es sólo una subordinada más dentro del bloque de criminales guiado por Estados Unidos: lo que no resta a su condición de imperialista ni a que los proletarios de estas tierras debamos ajustarle cuentas en la escala de la dialéctica social. Hemos demostrado que aquí se cuecen habas, pero sabemos que es así en todas las casas. Por ejemplo, en el país norteamericano acaban de redescubrir que los títulos, por sacralizados que estén, no sirven para frenar las balas. El hallazgo arqueológico, sucedido en Manhattan el 4 de diciembre, al menos ha servido para poner en su sitio al titulado en cuestión, CEO de UnitedHealthcare. Pero la repetitiva cadencia de la política estadounidense está determinada hoy por la reelección presidencial de Donald Trump, que volverá a Washington D.C. para sustituir a su sustituto.

El magnate de Mar-a-Lago accedió por primera vez al título presidencial bajo el lema America First, codificando en un programa político el reconocimiento consciente de la inversión de profundo calado que se había producido en la historia del imperialismo, en la articulación global de sus correlaciones de fuerzas: por primera vez desde la II Guerra Mundial, los intereses del capitalismo mundial dejaron de identificarse necesaria e inmediatamente con los del imperialismo estadounidense. Esta correlación se había mantenido hasta la Gran Recesión de 2008 y recorría toda la Guerra Fría, aunque la burguesía burocrática de la Unión Soviética hubiese restaurado la dictadura del capital y deviniese en potencia social-imperialista. Aquella correspondencia continuó después, disfrutando de su cénit durante la globalización, con la remoción en los países imperialistas de los obstáculos sociales que habían servido como parapeto contrarrevolucionario y anti-soviético, la extensión del modelo de acumulación estadounidense a los países del viejo bloque oriental y la integración del social-fascismo chino en el mercado mundial. El capitalismo monopolista de Estado estadounidense se las arregló para que la II Guerra Mundial fuese un medio para el desarrollo de su política hegemonista. Para cuando aquella terminó, la «ciudad sobre la colina» estaba en la cúspide del sistema imperialista mundial, era su indiscutible centro financiero e industrial y disponía de la fuerza militar necesaria (como señor de los océanos y como fuerza terrestre atrincherada en los dos extremos de Eurasia) para establecer y desarrollar sus mediaciones políticas esenciales. Por supuesto, la jerarquía global estatuida por los norteamericanos entre los carniceros imperialistas no estaba exenta de contradicciones internas, de complicaciones económicas graves y agudas tensiones políticas entre las partes asociadas. Pero tales contradicciones quedaban subordinadas a la lucha contra la Revolución Proletaria Mundial (RPM), a la competencia con el bloque social-imperialista o al esfuerzo por someter a los pueblos oprimidos y dependientes. Además, en última instancia Estados Unidos siempre podía valerse de sus privilegios imperiales, beneficiándose de la interdependencia armada, presionando y disciplinando a sus socios mediante su corresponsabilidad en el mantenimiento del sistema, lo que equivalía a mantener al propio hegemón y remozar sus derechos adquiridos.

A partir de 2008 China se reveló como un centro alternativo de acumulación imperialista pero, al contrario que los revisionistas soviéticos, los chinos sí participaban plenamente de las estructuras del mercado fundado en el dólar. Su industria y sus finanzas estaban altamente imbricadas con el capitalismo global y estadounidense. Obama proclamó el pivot to Asia con la intención de realizar el nuevo siglo americano conteniendo a China. La clase dirigente aún aspiraba a eso, a contener el ascenso chino, previendo que la interdependencia armada, el peso económico-político de Estados Unidos más la presión militar en la región asiática, sería suficiente para doblegar a Pekín. Pero estas previsiones no se ajustaban a la correlación de fuerzas entre los dos imperialismos: la rivalidad exigía una vuelta de tuerca del sistema, lo que inevitablemente debía chocar con la resistencia del establishment de Estados Unidos, esto es, un conjunto de mecanismos políticos y militares históricamente asentados en una inconmensurable red de intereses económicos locales y globales, guarnecida e integrada por una descomunal maquinaria burocrática y una determinada forma de ver el mundo. Por esto America First está asociado a un cambio cultural en el modo en que el capital financiero estadounidense comprende su lugar en el mundo. Y, como todo cambio de entidad que afecta a estructuras profundamente imbricadas en la sociedad, necesitaba y necesita de tiempo para hacerse un hueco, para afianzarse, para extenderse. En esta lucha intestina se encuentra la clase dominante en Estados Unidos.

En la dinámica anti-establishment del trumpismo confluyeron dos fuerzas centrífugas (y centrifugadas), expulsadas de la órbita establecida en dos momentos diferentes, aunque por una tendencia de fondo común: el declive histórico y estructural del imperialismo estadounidense como superpotencia global. La primera de esas fuerzas, la aristocracia obrera, sufrió en sus carnes las aventuras globalistas del capital, cuando éste cerró industrias locales en busca de cotas de beneficio más amplias en el exterior. La segunda de esas fuerzas corresponde a un sector del capital financiero, el más perjudicado (dentro y fuera de las fronteras nacionales) por la competencia china. En este sentido el trumpismo expresa un duplicado crítico del sistema, porque en sus polos constituyentes coinciden los sectores fundamentales de la alianza de clases que signa al Estado imperialista: el capital financiero y su base de masas, la aristocracia obrera. Esta duplicidad establishment/anti-establishment es un síntoma del grado de crisis interna en que se encuentra el país, de la ruptura de los eslabones políticos intermedios que aseguraban su estabilidad y de la fractura al interior del sector decisivo del capital.

La narrativa generada en torno a esta fractura es una forma de falsa conciencia relacionada con el sector de las masas al que apela cada bloque. Nos referimos a la supuesta disyuntiva entre un patriotismo aislacionista y un globalismo intervencionista, que sólo puede entenderse como el desenterramiento de un viejo artefacto de la política local, que ya era una broma de mal gusto antes de la I Guerra Mundial y que hoy rompe todos los registros del cinismo político3. Pero, sin menoscabar la hendidura de la fractura, America First ya ha triunfado en sus fundamentos esenciales. Precisamente porque imprimió un giro a la política de la gran potencia norteamericana. Hasta su implementación, el establishment consideraba la guerra contra China una posibilidad. Por eso Obama estaba aligerando en otros frentes (retiradas de Irak y Afganistán, delegación de la destrucción de Libia en los asesinos europeos, recelos ante la intervención directa en Siria y las consecuencias de la aceleración bélica en Ucrania). No obstante, el premio nobel de la paz, otro asesino de masas, mantuvo la ofensiva continuada para dejar fuera de juego a sus oponentes principales: Rusia en Europa, Irán en Oriente Medio. Pero a partir de 2017 la guerra imperialista contra China se transformó en una certeza para el establishment yanqui. Las diferencias, hoy día, estriban en los tiempos, en la rearticulación de la dictadura de clase en el interior y en el acomodo de las fuerzas en el exterior. El reinado de Genocide Joe no deja lugar a dudas sobre el punto que define la continuidad entre ambos bloques.

Con un demente senil embutido en el traje de comandante en jefe (signo indeleble de que el funcionamiento esencial de la dictadura burguesa está, a pesar de todo, en pleno rendimiento), Estados Unidos ha desplegado la variable demócrata de la guerra comercial iniciada por Trump, que se ha intensificado estos años, contra China: se trata de la llamada «reducción de riesgos». Esta política, resumida en la Estrategia Industrial de Defensa Nacional, se ha concentrado en estrechar los controles a la exportación de tecnología avanzada, restringiendo las inversiones chinas en el país y elevando los aranceles a sus mercancías; mientras, se han implementado subvenciones millonarias a la producción industrial en territorio estadounidense y se han promovido exenciones fiscales al consumo de productos internos, con el objeto de atraer capital amigo para la recapacitación industrial (esto ya fue denunciado por los socios europeos) y el acortamiento de todas las líneas de suministro básicas para una economía de guerra (con el ecofriendly Biden la producción interna de petróleo está en record histórico). Complementariamente, esas medidas de planificación del Estado monopolista estadounidense se han desarrollado en el exterior mediante el modelo «China plus one». En resumidas cuentas, se trata de ir desplazando el capital financiero comprometido en la industria china hacia terceros países (Vietnam, Indonesia, Malasia o India), evitando que se pierda completamente (de ahí que aún se pretenda mantener un punto de apoyo en territorio chino), pero disponiéndolo en función del nuevo orden de batalla contra China. Además, en el ámbito plenamente militar, en la región se ha resucitado el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD), fomentando las relaciones con India, cuyo proyecto de corredor comercial con Europa (competencia de la Nueva Ruta de la Seda) ha sido apadrinado por Washington y acogido por el Estado sionista y las monarquías del golfo. Al AUKUS ya se ha unido parcialmente Nueva Zelanda. El año 2024 ha servido al Pentágono para actualizar y reforzar las alianzas militares con Japón, Corea del Sur y Filipinas, mientras se ha incrementado el suministro de armamento a Taiwán. Eso sí, al aumentar la presión en la maquinaria regional, algunas piezas, inevitablemente, sufren alteraciones: este es el caso de Seúl, donde el fallido golpe militar ha agudizado la crisis política del país.

Pero todo esto sigue siendo insuficiente para el sector del capital que ahora vuelve a primera plana con Trump. El partido «aislacionista» busca el «desacople estratégico»: desinversión general y reubicación de toda la industria fuera de China (preferentemente en Estados Unidos); elevación de aranceles hasta alcanzar el equilibrio en la balanza comercial. Esto exige un compromiso militar aún mayor de los aliados. En el teatro europeo esto puede derivar en un armisticio temporal en Ucrania; mientras, en Oriente Medio, y siguiendo las pretensiones del sionismo de una «remodelación regional», puede escalar en una guerra total contra Irán, cuyos contornos ya se han dibujado claramente el pasado mes de octubre.

Esa «remodelación» implica el fortalecimiento de Israel como baluarte atlantista en la zona. Su naturaleza como democracia colonial Völkisch es perfecta para asegurar los intereses atlantistas en un espacio en que el socialimperialismo chino ha venido penetrando en los últimos tiempos. La convergencia de ambos bloques imperialistas en la región es mortal para los palestinos. Si Estados Unidos se concentró en integrar a Israel con sus socios (Acuerdos de Abraham), China ha buscado una cierta estabilidad que le garantice el flujo de hidrocarburos para su industria, lo que para Palestina significa mantenerse eternamente atada en la cruz: a eso apuntaba el acuerdo de marzo de 2023, patrocinado por los chinos, entre Irán y Arabia Saudí. Este acercamiento habría sido el telón de fondo de la reintegración de Siria en la Liga Árabe y del desbloqueo, por Estados Unidos, de miles de millones que irían a parar a la república islámica (2.700 millones de dólares pendientes de pago por Irak, otros 6.000 millones retenidos en Corea del Sur). Incluso, Riad habría estado dispuesta a reconocer a Hezbolá como actor político libanés, a cambio de que Teherán aflojase la ayuda militar a los hutíes y se comprometiese a respetar los centros de explotación petrolífera de los monarcas pro-sionistas en caso de guerra con terceros. Todo esto, claro, saltó por los aires con la inundación de Al-aqsa. Aun así, últimamente ha vuelto a hablarse de una posible reedición del viejo acuerdo nuclear con los europeos. Incluso, con Estados Unidos habría habido contactos subterráneos centrados en garantizar a la burguesía dirigente iraní una paz honrosa, que le permita mantener la forma de su dictadura de clase y no elimine completamente su proyección como potencia. Pero Israel no está por la labor: si la guerra es factor de estabilidad interna en el país donde el Tzáhal es el partido de Estado, las condiciones generales son óptimas para avanzar líneas en un momento en que Estados Unidos necesita certezas regionales, disciplina militar en todos los frentes, para concentrarse contra China. No obstante, el margen de acción del sionismo nunca ha sido tan amplio, desde Gaza a Irán, lo que desliza a la región hacia una forma avanzada de la campaña de bombardeos que vimos en octubre y que debió contar necesariamente con el apoyo directo de Estados Unidos. La república islámica está en defensiva y tiene bastante con sostenerse en pie, más ahora que ha perdido a Siria, pieza imprescindible de su proyección exterior desde la década de 1980. El terrorismo de masas sionista está en plena ofensiva y Bibi, que como él mismo dice es el Churchill de nuestro tiempo, es un genocida que va a calzón quitado.

La eventualidad de una gran guerra regional en Oriente Medio, inicialmente, complicaría aún más el desplazamiento hacia Asia-Pacífico. Pero, contradictoriamente, puede transformarse en el mejor desencadenante para resolver los dilemas estratégicos de la burguesía estadounidense y unificar su táctica en la arena nacional e internacional. Así ocurrió en el pasado. Sólo hizo falta una guerra mundial, la destrucción de un continente entero y decenas de millones de muertos. Para la cabeza del bloque imperialista atlantista serían unos costes perfectamente asumibles, mucho más que la pérdida de sus privilegios globales históricamente articulados. America First.

Proyecciones de la guerra imperialista en Ucrania

La guerra imperialista es una tendencia objetiva del modo de producción capitalista en su fase superior, es la dinámica principal en que se desarrolla la política mundial y es una realidad consumada en Ucrania desde hace más de mil días, cuando la invasión rusa convirtió la guerra civil inter-burguesa en una guerra inter-imperialista. Los casi tres años de guerra imperialista en Ucrania, que la OTAN ha desarrollado por delegación, unidos al cambio de guardia en la Casa Blanca, han provocado que la posibilidad de un armisticio esté más cerca.

Desde el punto de vista de la relación con sus aliados atlantistas, esta guerra está siendo todo un éxito para Estados Unidos, pues ha reforzado y consolidado la vertiente militar de los vínculos de este bloque imperialista. La disciplina de bloque sigue siendo un axioma para los grandes centros de poder del continente, más allá de las pequeñas y prudentes voces discordantes como Hungría o Eslovaquia. Eso sí, hay que destacar que Rumanía no puede integrar esa pequeña lista porque a principios de diciembre sufrió un verdadero coup d´état ejecutado por la judicatura, previo informe de la Siguranța, ante la posible victoria electoral de un candidato opuesto a la continuación de la guerra. En la periferia de Bruselas, y con el noble objetivo de evitar la injerencia extranjera, von der Leyen asignó al gobierno de Moldavia 1.800 millones de euros a diez días de un referéndum... sobre la relación con la UE (finalmente favorable al atlantismo por unos pocos miles de votos). Girando hacia el Cáucaso, los imperialistas europeos consideran que los georgianos no saben votar y, por eso, están presionando sobre la brecha política interna del país, en el mismo sentido que lo hicieron en Ucrania en los tiempos del Maidán.

Pero lo principal es que en aquellos centros decisorios se ha asumido el programa estadounidense anti-chino. Si en 2022 la cumbre atlantista de Madrid marcaba a China como enemigo, hoy el nuevo secretario general de la OTAN, Mark Rutte (ex primer ministro de Países Bajos), se permite el lujo de declarar, respecto a Rusia y China, que «no estamos en guerra, pero tampoco estamos en paz». Esto mientras exige a los ciudadanos europeos que abandonen las viejas comodidades, adopten una «mentalidad de guerra» y desvíen más recursos para la industria de guerra (en 2023 el gasto militar de la OTAN fue más de 10 veces superior al de Rusia). El discurso, memorable, recuerda al de otros europeos enamorados de la paz: los cañones, decían los fascistas alemanes, «nos harán más fuertes, mientras que la mantequilla sólo nos hará más gordos». El brazo político de la OTAN no se queda atrás: la comisión europea ha creado un comisariado de guerra y Kaja Kallas, nueva responsable de la diplomacia europea, va diciendo que la «seguridad» en el Indo-Pacífico y Europa están interconectadas, en consonancia con el tratado firmado por la UE y Japón, un acuerdo militar «histórico y muy oportuno» (Borrell dixit), que reforzará la presencia de buques de guerra europeos en el Mar Meridional de China. En el flanco más cercano, los aliados europeos son los primeros contribuyentes del Estado ucraniano si se computa el apoyo civil y militar (desde febrero de 2022 a octubre de 2024 han comprometido 241.000 millones de euros, frente a los 119.000 de los estadounidenses).

La guerra en Ucrania ha aclarado algunos dilemas: la autonomía estratégica europea se realizará militarmente a través de la subordinación continental a los intereses de Estados Unidos. El tradicional díscolo francés es la viva imagen del proceso de (auto) disciplina impuesta por la guerra. El banquero-presidente de la V República, que en 2019 proclamaba desairado la muerte cerebral de la OTAN, es el descerebrado que hoy propone que, en caso de un armisticio entre eslavos, el Estado mayor polaco se una al festejo haciéndose cargo de 5 brigadas con 40.000 soldados atlantistas dentro de Ucrania. Este año, los franceses formaron y equiparon al completo la 155 brigada mecanizada ucraniana Anne de Kiev; y sus tropas, como las británicas, se encuentran en zona de guerra manejando los misiles SCALP/Storm Shadow que vuelan hacia Rusia. Pero Francia arrastra graves problemas internos que no hacen más que acentuarse: en menos de un año se han sucedido cuatro primeros ministros y por el camino Macron ha dilapidado su base parlamentaria y electoral. La situación empieza a ser similar en Alemania, donde el gobierno de coalición del social-liberal Scholz ha reventado. Nos detendremos brevemente en las proyecciones de la guerra en Ucrania sobre este país.

La economía de Berlín está tocada. Perjudicada por las sanciones contra la economía rusa antes de 2022, la ruptura total provocó el estancamiento de su modelo industrial, cuya pujanza competitiva venía basándose en la depreciación de la fuerza de trabajo y el buen precio de los hidrocarburos rusos. La devaluación del factor trabajo y la disminución del peso político de la aristocracia obrera fue la batalla interna del capital financiero alemán durante la primera década de este siglo. El impacto de esta lucha de clases se expresó parlamentariamente en la erosión y escisión de la base sindical del SPD, que se agrupó con el viejo revisionismo del Este formando Die Linke. Este partido, oportunista hasta el tuétano, representaba la resistencia de aquellos sectores a perder sus privilegios y, consecuentemente, no tardó demasiado en integrarse en la vida institucional del régimen. Para 2022 sus líderes estaban en primera línea, procurando que las armas contra Rusia llegasen al frente ucraniano. El reformismo neoliberal que implementó el canciller Schröder (SPD) fue seguido por Merkel y sus gobiernos de gran coalición. Esta política de los Estados monopolistas, adecuada a la extensión global del mercado, hizo mella, como hemos dicho, en el trabajo, pero también signó un proceso de centralización y concentración en el capital. Esto se ha hecho notar en todo el país, pero especialmente en la parte oriental, que ya partía de una situación de desequilibrio: allí el Anschluss de 1990 no generó un capital financiero autóctono, por así llamarlo, sino que la frágil burocracia revisionista quedó disuelta y los vecinos occidentales succionaron los monopolios estatales. A mediados de la década pasada entraron en escena los ultras de Alternativa por Alemania (AfD). La irrupción de este partido (anti-inmigración, anti-musulmán, simpatizante del sionismo y el neozarismo, exponente del irredentismo germánico) expresó el desplazamiento de la contradicción principal del país hacia la pugna en el seno del capital. AfD, cuyos cuadros son nazis de orden que han optado por el electoralismo en detrimento del escuadrismo callejero, sintetiza los intereses del capital no monopolista alemán y es, con una excepción, la única fuerza parlamentaria que se ha opuesto a la guerra con Rusia, cuyas consecuencias han sido fatales para este sector de la burguesía.

La excepción es la escisión de Die Linke encabezada por Sahra Wagenknecht. Esta vieja revisionista ortodoxa, transmutada en oportunista socialdemócrata, ha vuelto a reconvertirse para armar un programa socialchovinista que podemos calificar de socialismo alemán-conservador. Wagenknecht sitúa en el centro de su política a la Mittelstand4, que sería la piedra de toque del modelo civilizatorio alemán en detrimento de las grandes corporaciones. Para esta parlamentaria, el obrero local es de naturaleza conservadora y no puede ser que sus costumbres sean perturbadas por obreros inmigrantes que, además, ponen en peligro las libertades de las mujeres alemanas. Por eso propone planificación y plata para concertar con los países pobres el trasvase de los obreros que la economía del Reich necesite... y ni uno más. Así se hacía en los buenos tiempos, que esta polizonte reivindica, de la Alemania socialcristiana de posguerra. En resumen: hay que recuperar el comercio justo de esclavos frente a los desmanes, que traspasan los siglos, de los patriciados tipo Albrecht/von der Leyen. Como el viejo socialismo alemán retratado en el Manifiesto del Partido Comunista, el nuevo partido de Wagenknecht ha comprendido que «su misión es la de ser el alto representante y abanderado de la baja burguesía» y «ha proclamado al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre»; y como el viejo socialismo conservador reduce su programa a «una tesis, y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora». El nuevo oportunismo alemán pretende la fusión corporativa de los intereses de la clase obrera y la patronal. Hay que agradecer a estos socialfascistas su claridad expositiva, pues con ella ilustran perfectamente el único contenido de clase que puede rellenar el programa anti-monopolista y anti-oligárquico revisionista; muestran el papel de subordinación y comparsa que en tal pacto puede jugar la clase obrera; y exhiben descarnadamente cuán superfluo resulta hoy el partido obrero reformista para el capital.

La todopoderosa burguesía alemana se tambalea con la artillería que tritura, a cientos de kilómetros, al proletariado ruso y ucraniano, solamente con la proyección de la metralla sobre sus contradicciones internas. Con razón, antes y durante la guerra, este ha sido el centro imperialista aliado menos dispuesto a meter las pezuñas en la madriguera del oso, el más reticente ante cada nueva escalada contra Moscú. Aún hoy se niega a entregar sus misiles Taurus al Ejército ucraniano. Pero la burguesía monopolista alemana, al menos su sector decisivo, ha seguido cediendo invariablemente ante la disciplina de bloque. Su bagaje histórico y su posición imperialista están atados desde hace 80 años a los intereses del bloque estadounidense. Y aquel sector apuesta todavía, como al principio de la invasión rusa de Ucrania, por realizar su autonomía estratégica a través de aquel. Recordemos el discurso intitulado Las inseguridades de Occidente que, como en un juego macabro de la historia, ofreció en agosto de 2022 el presidente del SPD, Lars Klingbeil, en una conferencia organizada por la Stiftung Friedrich Ebert junto al Tiergarten de Berlín: allí, en el lugar en que fueron asesinados Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, este representante del capital financiero celebró la membresía atlantista de Alemania, agradeció su generosidad a los yanquis y apostó por el fin de la moderación alemana para que ésta, al fin, recupere su liderazgo en el mundo.

Volviendo al plano más inmediato de esta guerra imperialista, el Estado burgués ucraniano es más dependiente que nunca de las decisiones que se tomen fuera de Kyiv. Esta dependencia es toda una ventaja para los atlantistas, pero supone un claro inconveniente: gradualmente, y para sostener a su procurador, los aliados están adquiriendo cada vez más compromisos sobre el terreno. El reciente asunto de los misiles es paradigmático. A mediados de noviembre Reino Unido, Francia y Estados Unidos dieron luz verde al uso de misiles balísticos para ataques dentro de Rusia. Inmediatamente el imperialismo ruso modificó su doctrina nuclear y, sin solución de continuidad, lanzó sobre Dnipropetrovsk un ataque con un nuevo misil, Oréshnik, que raya la línea entre el misil de rango medio (IRBM) y el intercontinental (ICBM). Se ha dicho que los rusos advirtieron previamente a Estados Unidos, como si ello aligerase la realidad: la «desescalada a través de la escalada» ya ha llegado al escalón de la incertidumbre nuclear, acercándonos peligrosamente al abismo que habita al final de la escalera del armamento convencional.

La dependencia ucraniana se agrava con el desgaste de su Ejército, cuyos movimientos sobre el terreno no dejan de estar destinados al impacto sobre sus patrocinadores. En este orden, cabe interpretar la incursión veraniega en la región de Kursk (donde la prensa liberal sigue buscando soldados norcoreanos) como una maniobra de presión ante una posible apertura de negociaciones para un alto el fuego. Y aquí, el Plan de Victoria de Zelensky subrayaba, más que nada, el compromiso total de Ucrania con el programa atlantista fuera del teatro de operaciones europeo. Entre sus cláusulas integraba el todos contra China, ofreciendo a sus tropas para cubrir los acuartelamientos yanquis en Europa occidental, ante la potencial partida de los americanos hacia el Pacífico. Pero las declaraciones de voluntad y las ensoñaciones veraniegas no han podido contrarrestar la correlación de fuerzas sobre el terreno. A partir de septiembre se han producido los mayores avances rusos desde 2022. Estos se han dado fundamentalmente en el eje Avdíivka-Pokrovsk. Esta última ciudad está siendo rodeada desde el este y hacia el sur, de modo que su posición como nudo logístico entre los frentes de Donbás y Zaporiyia ha sido desvaratada. La progresión rusa en esta dirección está completando un anillo en torno a Donetsk, que podría quedar fuera del alcance del grueso de la artillería ucraniana por primera vez desde hace una década.

Estos avances son indisociables de algo cada vez más palpable: al Ejército ucraniano le faltan tropas. Oficialmente se han producido 100.000 deserciones en las filas ucranianas, sin contar a los centenares de miles de hombres aptos que se marcharon del país porque parecen no tener demasiado interés en defenderlo junto a los herederos de Shujévych y Bandera. Por su lado, los burgueses polacos y lituanos insisten en deportar a los obreros ucranianos para que cumplan con la patria y con la OTAN. Los servicios de seguridad ucranianos cazan a los hombres en edad de empuñar un fusil en sus centros de trabajo, por las calles o recluidos en la clandestinidad. Esta práctica, que no es novedosa, ha sido favorecida por el descenso de la edad de reclutamiento hasta los 25 años, aunque Estados Unidos insiste en ampliarla hasta los jóvenes de 18 años. Este ambiente de represión asesina contra la masa proletaria debe de ser estimulante para los anarquistas ucranianos, quienes cumplen en Ucrania el papel que los revisionistas desarrollan en Rusia: contribuyen a ordenar al ganado camino del matadero, suministrando el discurso que apuntala el flanco obrero del nacionalismo y el fascismo. Matar obreros de otros países en nombre del gobierno propio: este es el último gran descubrimiento que la retaguardia libertaria celebra, repitiendo, en forma de sombría parodia, la desgarradora transformación del viejo movimiento obrero en su contrario. Y de eso hace más de un siglo.

La guerra civil en Siria

El 8 de diciembre el Hayat Tahrir al-Sham (HTS) puso fin a una ofensiva sorprendentemente exitosa que, en poco más de diez días, le permitió hacerse con la columna que une Siria de norte a sur, desde Alepo hasta Damasco. Mientras Bashar al-Assad dejaba el país a la francesa camino de Moscú, el representante de lo que quedaba del Estado baazista reconocía al HTS como la nueva institucionalidad del país levantino. Los freedom fighters pronto proclamaron que su «revolución» respetará la propiedad privada, creará una oficina sobre los derechos de la mujer y protegerá la integridad de los intereses de las potencias imperialistas. Rusia, no obstante, espera acontecimientos mientras la UE jalea a los islamistas para que expulsen a los moscovitas de Latakia y Tartús. Por su lado, el sionismo ha lanzado la mayor campaña de bombardeos contra este país y publicita la destrucción del 80% de la infraestructura y equipamiento militar del Ejército árabe sirio (arsenales, buques de guerra, bases aéreas, carros de combate...). Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han avanzado desde los Altos del Golán, han tomado Quneitra, la presa de al-Wehda (que provee a Siria del 30% de su agua dulce), el Monte Hermón y han establecido un corredor, apoyado en la frontera con Líbano, aproximándose a unos 15 km de la capital siria y acercándose al libanés valle de la Bekaa. La situación es desastrosa para el «eje de resistencia», cuya media luna ha quedado cortada por el centro. Al norte, las fuerzas delegadas de Turquía, y su propio Ejército, combaten en una nueva batalla por Manjib y Kobane, ciudades clave para unos kurdos que por ahora, y con la inestimable colaboración de Estados Unidos, mantienen el poder al este del Éufrates.

El hundimiento del Estado sirio arrastra consigo profundas consecuencias locales, regionales e internacionales. Pero antes de insistir en ellas, resulta apropiado repasar los fundamentos de esta guerra civil, en concreto, las condiciones históricas de la lucha de clases y cómo a través de las contradicciones internas de la sociedad siria actuaron las fuerzas externas. En la etapa contemporánea el Estado sirio fue, en primera instancia, un legado del imperialismo francés. Su articulación como un país independiente no perturbó el viejo aparato burocrático-militar del colonialismo, que quedó en manos de la élite local. Posteriormente esta élite, identificada con la oligarquía terrateniente que había alcanzado su posición tras la caída de la Sublime Puerta, sería desplazada por una revuelta de las clases medias instaladas en el Ejército, que crearon un régimen basado en el «socialismo árabe» baazista. La dictadura de la burguesía siria, entonces, pasó a expresar la alianza del aparato militar del Estado y las masas campesinas contra la vieja clase terrateniente. El baazismo pilota una revolución desde arriba e implementa una reforma agraria que abre el campo a la ciudad y que crea las condiciones para el desarrollo capitalista. Sin embargo, la reforma agraria no se basa en un movimiento campesino revolucionario, en una nación en armas que barre con todos los exclusivismos y particularismos y cuyo carácter democrático establece la carta de ciudadanía de la república. Los cambios en el campo se basan en el Ejército post-colonial, que paternalmente tiene en cuenta los intereses de clase del campesinado medio. No elimina a los terratenientes, los reorganiza. No barre con las estructuras tribales, se apoya en ellas. Este Estado, que se define nacionalmente árabe, no elimina los exclusivismos, los proclama y los opone a la autodeterminación nacional. En resumen, el Estado sirio baazista fue desde su origen un Estado burgués que no terminó de romper la cadena imperialista, que no transformó revolucionariamente las relaciones de clases del país y que usó el sectarismo y la opresión nacional como un medio para afianzarse en las fronteras del viejo aparato colonial francés.

El ascenso del golpista Hafez al-Assad, en 1971, no modificó esta fórmula corporativista (similar a la empleada en Irak, Libia o Egipto), más que matizándola en clave conservadora. En todo caso, la estabilidad del sistema residía en su base de masas campesina, en que el grueso del campesinado pudiera obtener un precio mínimo por su producto y en que el excedente de la fuerza de trabajo pudiera aspirar a integrarse en la ciudad, utilizando la escalera del sistema educativo. Para garantizar este programa, el Estado se hace cargo de la regulación de la economía, subsidia al campo y recurre al mismo instrumento, subsidiando el consumo de productos básicos, cuando el mercado laboral empieza a ser incapaz de absorber a las masas proletarizadas. En el momento en que el sector dirigente introduce modificaciones en sentido opuesto, el sistema muestra su debilidad estructural. Estas modificaciones consistieron, para Siria, en la progresiva retirada del Estado como agente regulador, en la penetración de capital extranjero, en suma, en el intento de la burguesía por adaptarse a la globalización tras la desaparición de su patrocinador, el social-imperialismo soviético. Hacia 2005 Abdullah al-Dardai, uno de esos típicos personajes de perfil técnico encargados de la reforma neoliberal, prescribía ante su pueblo la receta tatcheriana: «cualesquiera que sean las consecuencias negativas de la globalización, el aislamiento es más peligroso para Siria». Proféticas palabras. Pocos años después, para la primavera árabe, el corporativismo baazista estaba en bancarrota política: los sectores de la burguesía beneficiados por la infitah no encontraban acomodo a sus nuevos intereses de clase en los estrechos y verticalizados márgenes del sistema; en el contexto de una grave crisis agrícola, desde 2006 los campesinos habían perdido sus subsidios, medio de ligazón política con la burguesía gobernante; y el proletariado urbano, que creció exponencialmente con la migración del campo, estaba agotado y empobrecido.

En estas condiciones de crisis social y política interna, entraron en escena las fuerzas exteriores, primero que ningunas, las monarquías árabes del golfo Pérsico seguidas del atlantismo (Turquía, Francia, Estados Unidos). Assad era aliado de Rusia e Irán, lo que fue su cruz... y su salvación. Como había ocurrido en Libia, la OTAN y sus vasallos regionales se disponían a lanzar una agresión contra Damasco. Pero en este caso Moscú hizo valer su posición de potencia y lo evitó. Así que al seccionamiento del Estado sirio (promoviendo la deserción de oficiales y tropas del régimen) no le siguió inmediatamente el bombardeo «humanitario» que pulverizó a miles de libios en el país africano, sino el armamento general de los grupos de oposición, incluyendo la infiltración poco disimulada de milicias extranjeras desde el Irak ocupado por Estados Unidos. Esto derivó, claro, en una guerra civil que para 2013 tenía al gobierno contra las cuerdas. Sin embargo, la intervención de Hezbolá, de Irán y, posteriormente, de Rusia, permitió una espectacular recomposición de las fuerzas baazistas, que terminarían recuperando el fundamental eje Alepo-Damasco, guarneciendo con ello los intereses de sus aliados: la conexión terrestre entre Irán y Líbano y el litoral mediterráneo donde descansaban los buques de la Armada rusa. Pero todo esto había llevado una década, en la cual casi un tercio del país estaba, de facto, en manos de las fuerzas kurdas, con las que Assad había llegado a una entente pero que, a la vez, se habían echado en los brazos de Estados Unidos, potencia imperialista presente sobre el terreno. Al norte, Turquía y sus secuaces se habían adueñado de la franja fronteriza y en la occidental provincia de Idlib, el régimen debió aceptar un cantón independiente, bendecido por el grupo Astaná (Turquía, Rusia, Irán), donde se concentraban toda suerte de milicias islamistas hasta que HTS convirtió aquel vacío de poder en su «zona liberada».

En la guerra civil han aflorado todos los expedientes históricos del baazismo, que exponen la farsa de su supuesto «anti-imperialismo socialista», celebrado por una parte del espectro revisionista de los países imperialistas. Así, basta comprobar como todas las milicias y hasta el propio Ejército árabe sirio se han empeñado durante la guerra civil en demostrar que contaban con el favor de los jefes tribales de turno, cuya estructura el baazismo dejó incólume. Del mismo modo, el tratamiento de la cuestión nacional se basó en un modelo carcelario y en el exclusivismo árabe, así que incluso cuando hubieron de reconocer la autonomía kurda, conquistada con las armas en la mano, esta acción política no podía correlacionar positivamente con la recuperación de la confianza entre los pueblos y la formación de algo parecido a un auténtico frente democrático (contra el Frente Al-Nusra, Estado Islámico, la injerencia de las potencias, etc.), más allá de la tolerancia táctica entre unas partes que debían enfrentarse a enemigos comunes que pugnaban por su derrota y eliminación física. Pero es que el propio nacionalismo árabe se ha ido convirtiendo en una carcasa vacía. Los dirigentes nacionalistas se encargaron de trocear la identidad árabe, de amoldarla a los intereses de la clase dominante en cada país. Finalmente, la injerencia externa fue fundamental en la deriva inicial de la guerra (cuando Assad perdía) pero también lo fue después (cuando Assad renacía). La creciente dependencia del desarrollo de la guerra civil respecto de la situación internacional expresaba la profundización de la subordinación al imperialismo en que previamente se hallaba Siria, demostrando que la guerra es el desarrollo de la política por otros medios.

Hacia 2020 el Estado logró una estabilidad relativa, rebajando la intensidad de las acciones bélicas, aunque nunca pudiera ni quisiera ponerles fin. El espejismo fue tal que incluso en 2023 Siria se reintegró a la Liga Árabe. El Ejército estaba ganando, pero había sido incapaz de reconstruir una alianza de clases y una base de masas consecuente. No tenía un suelo bajo sus pies. Así que en el momento en que los aliados que lo sostenían en el aire se han replegado para atender otros frentes (Rusia: guerra por delegación contra la OTAN; Hezbolá e Irán: guerra con Israel), el Estado se ha venido abajo: bastó el empujón de HTS sobre el bastión del norte, que se transformó en una rápida y victoriosa Blitzkrieg hasta Damasco. Y no debe extrañar que, de entre todos, hayan sido estos señores de la guerra los que se han hecho con el botín y el privilegio de renegociar el saqueo del país con el imperialismo. Frente a otros grupos de la oposición anti-Assad, HTS ha estabilizado un centro de poder (Idlib) en donde se ha dotado de los órganos propios de un Estado, esto es, para la aplicación práctico-militar de un programa político determinado. Sin menoscabo de la ayuda financiera o técnica que hayan podido recibir del exterior (lo que no los distinguiría de ningún otro actor de la guerra civil siria) su dirección y cuadros atesoran un bagaje de veinte años de resistencia guerrillera, de guerra de maniobras y de alianzas políticas locales y regionales de todo tipo desarrolladas en el volátil territorio de Irak y Siria. Ahora bien, esta victoria relámpago señala que el botín de HTS es relativamente menor: no sólo en los términos más evidentes (13 años de guerras han dejado las arcas estatales tiesas; las FDI han destruido el equipamiento e infraestructura del Ejército; el mapa sirio ha sido recortado por turcos y sionistas, por los kurdos, etc.), sino sobre todo en relación a la fragilidad de las mediaciones políticas que puedan persistir en una sociedad completamente descompuesta, cuyo tejido social y económico está hecho trizas.

El Estado baazista nunca aspiró a romper la cadena de eslabones del imperialismo. Esa misma cadena, de la que también forman parte las condiciones en que el capital se reprodujo en Siria, finalmente se enredó sobre su cuello, apretando hasta la asfixia. Si el proletariado y las masas explotadas tienen poco que lamentar con la desaparición del régimen de Assad, tampoco tienen nada que celebrar, pues carecen de un partido revolucionario independiente que pueda aprovechar la crisis sistémica del país. Así, el derrumbe del Estado sirio en una guerra civil reaccionaria solamente empuja al sufrido pueblo sirio al abismo de la barbarie. Supone un triunfo para Turquía y Arabia Saudí. Es una magnífica noticia para Estados Unidos. Y está siendo un festival para el terrorismo sionista.

Líbano, resistencia y anti-imperialismo

La ofensiva de HTS en Siria comenzó el 27 de noviembre, fecha en que entró en vigor el acuerdo entre Hezbolá e Israel para suspender hostilidades durante 60 días. Este armisticio, que ha obligado a la milicia chií a replegarse al norte del río Litani, puso fin a dos meses de ofensiva terrestre de las FDI en el sur de Líbano. La invasión fue precedida de una presión sistemática, que combinó el asesinato de dirigentes de Hezbolá (Nasralá, secretario general del partido; Fuad Shukr, jefe militar de la organización; Ibrahim Aqil, responsable de la fuerza de élite Radwan; etc.); el ataque a la estructura de la organización (con la explosión de dispositivos de comunicación, causando miles de heridos y más de cuarenta muertos entre sus cuadros); el intento de anular los sistemas de cohetes y drones de la resistencia; y el bombardeo masivo de Beirut. En suma, Israel atacó a Hezbolá buscando su colapso, pues trató de descabezar a su dirección, afectar gravemente los vínculos organizativos entre ésta y sus bases, crear terror entre las masas, agudizar las contradicciones entre las facciones de la burguesía libanesa y limitar la potencia de fuego del movimiento. A juzgar por la respuesta, las FDI no alcanzaron su objetivo, pues la resistencia libanesa ha logrado parchear sus bajas en la dirección y frenar a la soldadesca sionista en el campo de batalla. Además, la capacidad de fuego, si pudo verse afectada en cantidad, no lo hizo en calidad, ya que sortearon el sistema de defensa Iron Dome en numerosas ocasiones, con éxitos especialmente notables como el ataque contra un importante cuartel sionista en Zarit (Haifa). No obstante, es indudable que la campaña ha supuesto un alto coste, forzando el silenciamiento temporal de las armas en el «frente de apoyo», abierto el 8 de octubre de 2023, en respaldo de la resistencia palestina. Y esto es relevante, porque señala cual es el supuesto «alto precio» que han pagado los sionistas con su campaña: han forzado la ruptura del principio de «unidad de las arenas».

El partido-movimiento chií se forjó durante la guerra civil libanesa (1975-1990) y en la guerra anti-imperialista contra el sionismo. Los acuerdos de Taif, que pusieron fin al conflicto interno, terminaron con la estructura miliciana existente en Líbano pero excluyeron del desarme a los guerrilleros del Partido de Dios, cuya proyección política en el país aumentó tras forzar a las FDI a abandonar el sur (2000) y, sobre todo, tras la guerra de 2006. Su conexión con Teherán es evidente, por su influencia ideológica y porque el partido fue fundado por iniciativa del Estado iraní: tradicionalmente, sus principales decisiones han necesitado del plácet de la república islámica (la participación en los acuerdos de Taif; la posterior integración en el sistema electoral libanés; incluso, la elección del secretario general). Pero se dice que este es un partido iraní en Líbano y un partido libanés en Irán, es decir, que de modo alguno la relación entre ambas fuerzas puede considerarse unidireccional o reducirse a simple vasallaje. Hezbolá es, en su desarrollo histórico, un partido que responde a los intereses de clase de la burguesía chií en el laberinto libanés. Durante su construcción, a inicios de la década de 1980, este movimiento prendió en los barrios periféricos urbanos y en las zonas deprimidas del valle de la Bekaa. Sus cuadros, la mayoría clérigos pobres, procedían de la pequeña burguesía chií desclasada. Enemigos del ateísmo marxista, al que combatieron militarmente, portaban un discurso comunitarista que ponía en guardia a terratenientes y jefes tribales e incomodaba a los burgueses. Pero este radicalismo se modula a medida que el partido encuadra a sectores más amplios, proceso que corre a la par de su actividad armada contra el sionismo y de su participación institucional. Uno de los jefes de la fracción parlamentaria, Ali Fayyad, resumía en 2010 esta evolución: «Hezbolá ya no es un pequeño partido, es toda una sociedad. Es el partido de la gente pobre, sí, pero al mismo tiempo hay muchos hombres de negocios en el partido, tenemos mucha gente rica, algunos provienen de la clase dirigente». El movimiento, armado con una férrea disciplina ideológica, disponía en 2015 de una columna organizativa de al menos 30.000 funcionarios a sueldo y de entre 5.000 a 7.500 militares profesionales (la mayoría en la fuerza Radwan) más decenas de miles de reservistas. Cuenta con una amplia red educativa y cultural y un importante complejo empresarial, representando intereses vinculados al comercio, el sector inmobiliario y la construcción de infraestructuras5.

Pero si Hezbolá es un «Estado dentro del Estado», ¿cuál es su relación con ese Estado? El Líbano fue desgajado de Siria por la administración colonial francesa para entregar a la burguesía cristiano-maronita (su tradicional correa de transmisión en la región del Monte Líbano) el poder del Estado post-colonial. El imperialismo francés intentó dejar atada y bien atada esta transición y para ello impuso un Estado sectario, dividiendo el poder según criterios confesionales. El privilegio político maronita sustentó su dominio económico, reteniendo el poder bancario y el monopolio comercial en un país dependiente, a mediados del siglo XX, de su agencia como el banquero de Oriente Medio. La población musulmana en general, y la chií en particular, fue descaradamente discriminada. La guerra civil equilibró la balanza, pero mantuvo el sistema sectario como dispositivo vertebrador del capitalismo libanés y como componente indisociable del lugar específico que éste ocupa en la reproducción del sistema imperialista mundial, lugar deteriorado porque su especialización regional bancaria había sido cancelada. Tomado en su conjunto, el Estado libanés y sus fuerzas de seguridad son títeres del imperialismo atlantista (de Francia, Estados Unidos y sus vasallos regionales). En este aspecto, la participación institucional de Hezbolá va contracorriente. Por lo demás, desde allí aplica su programa de clase, que ha seguido la corriente neoliberal que dictaban los tiempos, favoreciendo al capital y empobreciendo a las masas explotadas, a las que luego ofrecía la salvación eterna y algo de caridad a través de su red asistencialista.

La forma del Estado libanés es una prisión para Hezbolá: su carácter sectario limita el poder político que puede alcanzar dentro del sistema. Pero el Estado libanés es una prisión deseable, pues su sola existencia ofrece un sensacional techado. Decimos esto no porque el Ejército libanés proteja a los chiís o al territorio nacional (el Ejército libanés es a la defensa de Líbano lo que el revisionismo contemporáneo a la defensa de la clase obrera). Se trata, primero, de que la condición de Estado títere y la presencia de intereses de varias potencias imperialistas y regionales ha «contenido» la sed asesina del sionismo, en el sentido de que le obliga a considerar las consecuencias de sus acciones más allá del propio Líbano. Irónicamente, el Estado que no resiste ante Israel brinda la posibilidad de emboscamiento para la resistencia anti-sionista, en lo que no deja de ser una lección sobre utilización política de las contradicciones entre las clases dominantes y sus Estados. Y en segundo lugar, la tendencia que predomina en la zona, fomentada por la «remodelación regional» que promueve el imperialismo, es a la descomposición nacional-estatal en beneficio del agrupamiento corporativo étnico-confesional: a esto se refieren los sionistas cuando dicen que hay que redibujar las viejas líneas de Sykes-Picot. El compromiso libanés no es una ninguna bicoca, pero al menos lleva 30 años ofreciendo una paz relativa a las diferentes sectas. Para la minoría chií, ese frágil estatus quo ofrece más incentivos que una ampliación hacia el suroeste del solar sirio controlado por HTS y cía. En resumen, con todas sus contradicciones, el Estado libanés es el marco estatal necesario en que la burguesía representada por Hezbolá encuentra algo de quietud política y un espacio para la reproducción de su modelo de acumulación.

La dualidad atraviesa la vida de Hezbolá. Respecto al Estado burgués libanés, necesita de su estabilidad (en tanto capitalista colectivo), pero también de su fragilidad (para que no se inmiscuya en sus asuntos particulares). Respecto a su sistema de alianzas, debe cabalgar las contradicciones entre los intereses generales de la burguesía libanesa y los del «eje de resistencia». Sobre la relación entre su dirección y sus bases, debe manejar la contradicción entre el programa económico de los «hombres de negocios» (que va en contra de los sectores populares) y su condición de «partido de la gente pobre» (pues su imbricación con las masas es fundamental como partido de la resistencia contra el sionismo). Y sobre su naturaleza político-militar, tiene que calibrar entre la resistencia anti-sionista (aspecto al que empuja su aparato militar, más vinculado a Irán y en donde tiene más peso el aspecto popular y de masas de la organización) y la gestión del Estado libanés (hacia donde comba la estructura parlamentaria, pendiente de la coyuntura inmediata y donde predomina el empresariado).

Este cúmulo contradictorio se condensa en la noción de «disuasión mutua desigual», que es el modo doctrinal de conducir el enfrentamiento con Israel. Resumidamente, después de la guerra de 2006 el partido se ha dotado de un amplio arsenal de cohetes, misiles y drones para desincentivar nuevas intervenciones sionistas. Obviamente la potencia de fuego de las FDI es inconmensurablemente mayor, de ahí la desigualdad. Desde esta mirada abrieron los libaneses el «frente de apoyo» a Palestina, infligiendo daños a Israel, obligándole a desviar fuerzas de Gaza, pero intentando evitar un intercambio de fuegos a gran escala. Así, el «desgaste paciente» ha permitido a Israel acumular fuerzas, reorganizarse pacientemente, recuperar la iniciativa y, finalmente, pasar de la defensiva a la ofensiva (en relación al «frente» abierto en 2023) marcando la altura de la escalada. La intensidad limitada de estas acciones no deforma la verdadera solidaridad que contienen. De hecho, el cuadro de la solidaridad internacional con incidencia práctica inmediata sobre el terreno, tras más de un año de genocidio, se limita esencialmente a los milicianos hutíes, a los iraquíes y a Hezbolá6. Con el movimiento nacional palestino comparte enemigo principal, el imperialismo sionista. Y es en la lucha de resistencia contra éste que se han ido forjando históricamente numerosos vínculos: baste recordar que Líbano es uno de los mayores centros de refugiados palestinos y fue una base de apoyo imprescindible para los fedayines en las décadas de 1970-1980, condición que precipitó el intervencionismo sionista contra el país. Se ha desarrollado una cultura de combate necesariamente similar (enfrentamiento contra un Estado superior en potencia de fuego, lo que obliga a la organización a fundirse con las masas para la resistencia armada anti-imperialista) y ambos movimientos responden, no sin matices, a unos intereses de clase similares (burguesía en contexto de agresión imperialista permanente, en ausencia de un Estado propio en el caso palestino o plenamente propio en el caso de los libaneses).

Stalin, en su esfuerzo internacionalista de síntesis sobre los fundamentos del leninismo, enmarcado en el proceso de balance y lucha de dos líneas en que se encontraba la vanguardia bolchevique en la década de 1920, demostraba que «el carácter revolucionario del movimiento nacional, en las condiciones de la opresión imperialista, no presupone forzosamente, ni mucho menos, la existencia de elementos proletarios en el movimiento, la existencia de un programa revolucionario o republicano del movimiento, la existencia en éste de una base democrática. La lucha del emir de Afganistán por la independencia de su país es una lucha objetivamente revolucionaria, a pesar de las ideas monárquicas del emir y de sus partidarios, porque esa lucha debilita al imperialismo, lo descompone, lo socava». Efectivamente, el carácter anti-imperialista de un movimiento político sólo puede comprenderse desde las relaciones entre todas las clases, atendiendo a todo el sistema de contradicciones que rigen el actual modo de producción, incluyendo la correlación de fuerzas entre el proceso de la RPM y el imperialismo. En Líbano no hay un partido revolucionario del proletariado. El programa de Hezbolá responde a los intereses de las clases propietarias y su ideología es reaccionaria. Este movimiento, en la reproducción de sus condiciones de existencia, se ve impelido a participar en un Estado capitalista sectario-confesional que forma parte de la cadena de eslabones del imperialismo. Pero este es solo un aspecto. Porque Hezbolá opera objetivamente como una fuerza anti-imperialista, tal como ésta puede realizarse dirigida por una sección de la burguesía, en el contexto de las luchas de clases de la región y en las condiciones materiales de cierre del Ciclo de Octubre. El movimiento político y militar chií debilita al imperialismo, no sólo resistiendo las embestidas de la escoria fascista-sionista contra Líbano, sino participando de una resistencia internacional más amplia, que enlaza a diferentes movimientos. El «frente de apoyo» es una genuina forma de solidaridad internacional con la guerra de resistencia anti-imperialista que desarrolla el movimiento nacional palestino. Esta solidaridad está necesariamente mediada por el contenido de clase y la morfología política de Hezbolá, por su condición burguesa, su concepción del mundo reaccionaria, su enredo en la política local y sus alianzas regionales.

La resistencia libanesa, dirigida por una clase capitalista, debilita al imperialismo, al contrario que el revisionismo y el oportunismo, que se regalan el oído a sí mismos hablando del comunismo y la revolución social, pero cuyo resistencialismo obrero, en las condiciones de la sociedad imperialista madura, no puede más que apuntalarla en su conjunto. Por supuesto, señalar esto nada tiene que ver con presuponer que la resistencia al imperialismo es, de por sí, un factor revolucionario para el proletariado (como aquí hemos expuesto con el caso de Hezbolá y como desde la Línea de Reconstitución ya hemos mostrado, por ejemplo, en relación al movimiento nacional palestino). El Ciclo de Octubre ha supuesto la maduración del proletariado como clase revolucionaria y el balance de todo ese bagaje histórico sitúa a la vanguardia marxista ante la necesidad de reconstituir el movimiento comunista ordenando los instrumentos de la revolución desde una dialéctica histórica de nuevo tipo (vanguardia-Partido), que es antagónica de aquella en la que se fundamenta la resistencia (masas-Estado). Es sólo desde esta nueva altura histórica que puede volver a «entrar en escena la verdadera fuerza contra el imperialismo: el proletariado socialista» (Lenin).

Palestina

A mediados del siglo XIX se produjo en Jamaica, posesión británica, una rebelión anti-colonial. Los insurrectos, negros libertos en la más absoluta miseria, fueron masacrados por cientos por las tropas de la corona. La prensa burguesa de la época no salía de su asombro, ¿cómo podía haber ocurrido una tragedia así en los dominios de su majestad? Los civilizadores europeos ya habían firmado una altisonante declaración que decía «abolición de la esclavitud» ¿qué más querían esos negros? Si estos «damned rogues enjoyed all the liberties of an Anglo-Saxon Constitution». La cita, que recoge Marx en una carta a Engels (fechada el 20 de noviembre de 1865), ilustra una sencilla cuestión: con los esclavistas, los esclavos sólo pueden razonar a través de la dialéctica social. Es en ese nivel donde se mide lo que cada cual tenga que decir ante la historia. El 7 de octubre de 2023 el movimiento nacional palestino dio sus razones ante la historia. Estos esclavos sentenciados a muerte, que disfrutaban de todas las libertades proclamadas en Madrid-Oslo, demostraron que prefieren morir luchando, como los grandes héroes clásicos, antes que ser convertidos en «pastillas de jabón» (terrorífico término que los colonos sionistas proferían contra los judíos exterminados en los campos de concentración nazi-fascistas). Como ya demostramos en su momento (véase en este número de Línea Proletaria, «Palestina: Catástrofe y Retorno») la espectacular inundación de Al-Aqsa no podía ser la antesala de la destrucción del Estado sionista y, ni siquiera, era toque de corneta para una Intifada a gran escala. En aquella acción, meticulosamente planificada, cristalizaba una historia de opresión y de resistencia nacional junto con la voluntad política de quienes se niegan a aceptar la «solución final» administrada por «la única democracia de la región». Desde luego, suficiente para justificar la rebelión, suficiente para que todos los días del año sean 7-O, pero dramáticamente insuficiente para que la acción fuese, por sí misma, correa de transmisión para la emancipación nacional palestina.

En 2023 toda la cadena imperialista en la región, participada de amigos y enemigos, continuaba con el arrastre de los palestinos hacia el fondo del mar. La intrépida acción encabezada por Hamas alteró el ritmo de esa secuencia y si en el plano táctico fue brillante, en el plano internacional su impacto ha sido demoledor. En todo lo que dependía directamente del comando militar de la resistencia en Gaza, el 7-O fue un éxito sin paliativos. Pero, por su naturaleza de clase y las condiciones históricas en que se ha conformado este movimiento nacional, en la ecuación había demasiados factores que no dependían de aquel. A fin de cuentas, el objeto último de la acción (la resistencia) depositaba el peso necesario de su desarrollo final en actores externos e independientes, en quienes se ejercía, mediatamente, la presión: los aliados del llamado «eje de resistencia», la «Casa árabe», la «Casa islámica» y «la comunidad internacional». Y en este sentido el panorama es, muy desgraciadamente para el enorme pueblo palestino, desolador. Del «eje de resistencia» no cuenta más que con la resistencia de los movimientos nacionales que no controlan un Estado. Fuera de ahí, no tiene apoyo directo de ningún gobierno oficial, más allá de las promesas de tribunales y abogados que son, como se sabe, los más fiables custodios de la hermandad universal en un mundo dominado por los nobles instintos que brotan de la familia, la propiedad privada y el Estado.

En cuanto a los movimientos a pie de calle, en los países árabes y de mayoría musulmana la solidaridad ha tomado un carácter de masas. Sin embargo, las protestas se limitan, igualmente, a la presión reformista sobre el gobierno de turno. Ocurre lo mismo en los países imperialistas, aunque aquí la solidaridad, más allá de alguna manifestación puntual, se ha limitado a los sectores de vanguardia, que han promovido el boicot pacífico al envío de armas y arrancado alguna que otra indolora ruptura institucional con el sionismo. En todo esto, cabe reseñar, por su simbolismo político, la elevada participación de judíos anti-sionistas en este tipo de protestas, especialmente en lugares como Estados Unidos. Y es que por sí misma esta presencia golpea la línea de flotación del discurso Völkisch sionista sobre destinos nacionales, románticos pasados imperiales, substancias étnico-raciales y demás basura. Por supuesto, las más insignes democracias burguesas han aprovechado el breve repunte del movimiento de resistencia para reforzar la represión contra la disidencia: en Canadá y Estados Unidos, las organizaciones de apoyo a los presos palestinos han sido declaradas terroristas; en Alemania han sido ilegalizadas y se censura, bajo el liberal argumento de la «Staatsräson», toda denuncia del genocidio; mientras, en Francia se persigue a los solidarios como parte de la cacería republicana contra el «islamo-gauchiste».

El curso de los acontecimientos nos lleva de nuevo a Stalin. Por oposición a la vieja socialdemocracia, el georgiano advertía que «el leninismo ha hecho descender la cuestión nacional, desde las cumbres de las declaraciones altisonantes, a la tierra, afirmando que las declaraciones sobre la “igualdad de las naciones”, si no son respaldadas por el apoyo directo de los partidos proletarios a la lucha de la liberación de los pueblos oprimidos, no son más que declaraciones hueras e hipócritas». Este es el punto marxista-leninista, que vincula teoría y práctica en el quehacer concreto del internacionalismo proletario. La solidaridad internacionalista proletaria, entonces, no puede vivir de frases grandilocuentes, no puede basarse en deseos piadosos sobre la fraternidad universal ni en las más bellas promesas, las firme un sindicato oportunista, un destacamento revisionista o nuestro órgano por la reconstitución del comunismo, que se convertiría en su contrario si levantásemos los pies del suelo para volar hacia los cielos de las palabras vacías, para consolarnos entre los vapores nacarados de las supersticiones sindicales y las consejas practicistas. Pero si los pies del esclavo asalariado deben estar en la tierra, su cuerpo debe estar erguido y su mirada puesta en toda la historia de la clase: sólo así podemos los comunistas dilucidar en cada momento la relación orgánica entre las tareas de cada destacamento revolucionario y el desarrollo de la RPM como conjunto, como proceso unitario e internacional.

Desde el punto de vista del proceso de la RPM, lo fundamental de nuestra época es que se ha producido un dramático corte en su continuidad, resultado de la quiebra de su unidad teórico-práctica a escala social: no hay praxis revolucionaria, no hay Partido Comunista. Por eso la reconstitución del partido proletario es la mediación necesaria para que nuestra clase pueda ayudar directamente a los pueblos oprimidos, esto es, para incidir de forma real y transformadora en el curso de los acontecimientos de la gran lucha de clases. La primera etapa del proceso de reconstitución partidaria está determinada por la reconstitución de la ideología proletaria, cuyo centro es eso que denominamos Balance del Ciclo de Octubre. El internacionalismo proletario implica la unidad e indivisibilidad de su lucha de clase y en la implementación del Balance, aquella unidad e indivisibilidad se realiza directa e inmediatamente: aquí las fronteras del capital no juegan ningún papel, los compartimentos nacionales no definen nada respecto a las tareas universales de la clase. Es sólo en su aspecto secundario, en la necesidad de desarrollar una línea de masas para la construcción de vanguardia, que el comunismo debe tener en cuenta el contexto más inmediato en que se reproduce la sociedad burguesa (las luchas de clases en el marco estatal y su reflejo en la vanguardia teórica no marxista-leninista). Voltear esta dialéctica, ponerla cabeza abajo para situar en primer plano lo particular sobre lo universal es, no sólo una inversión politicista del marxismo, sino su revisión en clave nacionalista.

Si el marxismo-leninismo exige ir contra la corriente, reconstituir la bandera leninista del internacionalismo proletario exige una solidaridad de nuevo tipo, que rompa la lógica del resistencialismo dominante. Para que la solidaridad entre los pueblos decante en construcción de un verdadero movimiento revolucionario internacionalista, la solidaridad debe fraguarse en la lucha de dos líneas sobre elementos universales, históricos, de clase. Por esto el único internacionalismo proletario a la altura de los tiempos, por dramáticos que sean para los pueblos, el único método de solidaridad compatible con las tareas de la revolución social, por urgente que sea aplacar a la barbarie, pasa por la reconstitución de la concepción comunista del mundo.

Comité por la Reconstitución

Diciembre de 2024


Notas:

1 Véase «Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política», del Colectivo Cantoneras. Este escrito nos parece una buena representación de este sector del feminismo y tuvo un recorrido más o menos amplio entre los rescoldos del podemismo y esa izquierda que cabalga entre las calles y las instituciones, alimentando su debate. El texto fue publicado en Zona de Estrategia: https://zonaestrategia.net/un-linchamiento-feminista-da-la-puntilla-a-la-nueva-politica/

2 El feminismo que viene, LA FORJA nº 34, abril de 2006, pp. 59-68. Para el expediente relativo a la lucha contra este grupo: Una aproximación a la brisa liquidacionista del feminismo “rojo”, LÍNEA PROLETARIA nº 1, julio de 2017, pp. 59-72.

3 Basta repasar las andanzas del supuesto «aislacionista» durante su primer reinado (2017-2021): se desvinculó del Tratado Nuclear de Fuerzas Intermedias y aumentó las sanciones contra Rusia; denunció el acuerdo nuclear con Irán; impulsó notoriamente el armamento del Ejército ucraniano, al que entregó misiles anti-tanque (Javelin) en plena guerra civil en Donbás; atacó por primera vez Siria, bombardeando las posiciones del Estado baazista; alentó la intervención saudí en Yemen; reconoció Jerusalén como capital del sionismo y favoreció los Acuerdos de Abraham para sellar la alianza entre los más ilustres asesinos de Oriente Medio, reforzando el castigo imperial contra el pueblo palestino.

4 La Mittelstand, la pequeña y mediana empresa alemana, nos da una perfecta medida del lugar que ha venido ocupando el capital no monopolista en los países imperialistas de Europa occidental. Este modelo de empresa está integrada en el mercado internacional (tradicionalmente ha cargado con el grueso de la exportación industrial alemana) y depende de la división del trabajo en ramas de la producción con una alta composición orgánica de capital. Pero se sitúa por debajo del capital financiero y, hasta las reformas neoliberales de este siglo, estaba a salvo del mismo: fuera del mercado de valores, las inversiones productivas de la Mittelstand estaban mediadas por préstamos procedentes de bancos locales y cajas de ahorro. Esta clase explotadora no se opone al imperialismo, sino que sus privilegios dependen, precisamente, del reforzamiento internacional de su Estado.

5 Estos datos han sido extraídos, fundamentalmente, de los estudios de Joseph Daher, en especial: Hezbollah. The Political Economy of Lebanon's Party of God; Pluto Press, 2016.

6 La resistencia yemení ha desplegado una ejemplar solidaridad con Palestina: ha boicoteado militarmente la logística sionista, provocando con ello una significativa reducción del comercio marítimo a través del mar Rojo; y han sido capaces de realizar ataques a larga distancia, colando sus declaraciones prácticas de solidaridad anti-sionista a través de la cúpula de hierro. Con esto, han aliviado a palestinos y libaneses, atrayendo sobre sí una importante fuerza militar encabezada por los Estados Unidos y los británicos. Tras un año, los portaaviones y fragatas atlantistas han sido incapaces de hacer comprender a los escurridizos yemeníes las ventajas de disfrutar «de todas las libertades de una constitución anglo-sajona». Esta resistencia ha mostrado una envidiable destreza guerrillera combinando la defensa de las costas con asaltos en alta mar. Es destacable, además, que han sido capaces de derribar un mínimo de una docena de drones MQ-9 Reaper, ahorrándole al contribuyente estadounidense los cerca de 5.000 dólares/hora que cuesta mantenerlos en vuelo. En estos días, corría la misma suerte un caza tipo Hornet, similar al que montan los carroñeros alados del Estado español.